Cuando escuchas un golpe, un vaso que estalla contra el suelo y un bebé que llora -especialmente si el bebé es tuyo- no piensas en nada más.
Eso fue lo que me pasó el martes 15 de septiembre en la noche. Tanto me pasó, que se me olvidaron todos los cursos de periodismo de guerra.
Esos cursos, que los dan unos tipos que han estado en guerras de verdad, no se cansan de insistirte en que apresurarse a atender a una víctima puede terminar con el resultado nada deseable de que sean dos víctimas en vez de una.
Y así fue.
Escuché el golpe, el vaso y el grito y salí corriendo hacia la cocina, que fue el lugar del accidente. Venía con tal impulso que no calculé la trayectoria y mi pie izquierdo terminó estrellándose de frente contra el marco de la puerta.
Dos víctimas en vez de una.
Cuando mi esposa intervino, mi hijo daba alaridos entre un reguero de vidrios y yo bramaba de dolor sin atreverme a mirar la magnitud del daño.
Después de resoplar mucho rato para mitigar el dolor, finalmente miré. No había huesos asomándose por fuera de la piel, ni uñas arrancadas de cuajo, ni charcos de sangre en el suelo. Buena señal.
Lo único es que en el lugar donde solían estar el dedo pequeño y el siguiente (equivalente al anular de la mano, pero no sé si se llama igual) había dos berenjenitas. Gorditas y moradas.
"¡La carrera!", "¡el entrenamiento!", pensé con espanto.
Mi mente dibujó el peor de los escenarios: "No voy a poder entrenar más, no voy a correr la carrera, voy a perder el ritmo de adelgazamiento, eso me va a deprimir, voy a comer más, no voy a tener ganas de volver a entrenar cuando se me cure el pie y voy a volver a ser el gordo que era el 29 de abril, cuando empezó todo esto".
Al día siguiente cojeaba, pero podía caminar.
Sin embargo, el panorama no era mejor. La cojera hizo que me empezaran a molestar el tobillo y la rodilla del lado del golpe y la cadera del lado sano.
Estaba tan preocupado, que hasta lo consulté con Will Grant. "Todavía estás a tiempo de recuperarte y correr la carrera", me escribió.
Pero yo no compartía su optimismo y estaba decidido a dejar de entrenar hasta un mes para recuperarme completamente. Con el riesgo, claro, de perder el entusiasmo y volver atrás.
Por suerte, parece que esto del ejercicio te ayuda a sanar más rápido. De cuerpo y mente.
El jueves no corrí, aunque ya me sentía mucho mejor.
El viernes me tocaba descanso y el sábado me tocaba una sesión de solo media hora. "Es un buen tiempo para probar cómo va la recuperación", pensé.
Debía correr a tempo, es decir a un paso exigente pero sin dejar de respirar por la nariz. En el límite superior de la zona aeróbica, lo explicarían los que saben.
Y salí.
Al principio me molestaba. No me dolía, pero era como que el dedo pequeño no dejaba de recordarme que estaba lastimado.
Al final, terminé bien. Fue una buena carrera. Al llegar me quité los zapatos casi inmediatamente y anduve descalzo buena parte del día para no maltratar más a mis dedos, que poco a poco iban perdiendo su aspecto berenjenal.
El domingo era la prueba de fuego. Dos horas a ritmo constante. Salí. Sentí un poco de molestia, pero no solo completé las dos horas, sino que cubrí cuatro kilómetros más que el domingo anterior en el mismo tiempo. Mis dedos todavía me duelen un poquito, pero mi espíritu ya se siente muchísimo mejor.
¿Mi bebé? Media hora después del accidente, con una herida pequeñita en una fosa nasal y un hematoma casi invisible que le cruzaba el tabique, subió de nuevo a la silla de la que se cayó para seguir jugando.