lunes, 21 de septiembre de 2009

Berenjenas en vez de dedos

Peso: 89.3 (-12.3)

Días para la maratón: 33







Cuando escuchas un golpe, un vaso que estalla contra el suelo y un bebé que llora -especialmente si el bebé es tuyo- no piensas en nada más.

Eso fue lo que me pasó el martes 15 de septiembre en la noche. Tanto me pasó, que se me olvidaron todos los cursos de periodismo de guerra.

Esos cursos, que los dan unos tipos que han estado en guerras de verdad, no se cansan de insistirte en que apresurarse a atender a una víctima puede terminar con el resultado nada deseable de que sean dos víctimas en vez de una.

Y así fue.

Escuché el golpe, el vaso y el grito y salí corriendo hacia la cocina, que fue el lugar del accidente. Venía con tal impulso que no calculé la trayectoria y mi pie izquierdo terminó estrellándose de frente contra el marco de la puerta.

Dos víctimas en vez de una.

Cuando mi esposa intervino, mi hijo daba alaridos entre un reguero de vidrios y yo bramaba de dolor sin atreverme a mirar la magnitud del daño.

Después de resoplar mucho rato para mitigar el dolor, finalmente miré. No había huesos asomándose por fuera de la piel, ni uñas arrancadas de cuajo, ni charcos de sangre en el suelo. Buena señal.

Lo único es que en el lugar donde solían estar el dedo pequeño y el siguiente (equivalente al anular de la mano, pero no sé si se llama igual) había dos berenjenitas. Gorditas y moradas.

"¡La carrera!", "¡el entrenamiento!", pensé con espanto.

Mi mente dibujó el peor de los escenarios: "No voy a poder entrenar más, no voy a correr la carrera, voy a perder el ritmo de adelgazamiento, eso me va a deprimir, voy a comer más, no voy a tener ganas de volver a entrenar cuando se me cure el pie y voy a volver a ser el gordo que era el 29 de abril, cuando empezó todo esto".

Al día siguiente cojeaba, pero podía caminar.

Sin embargo, el panorama no era mejor. La cojera hizo que me empezaran a molestar el tobillo y la rodilla del lado del golpe y la cadera del lado sano.

Estaba tan preocupado, que hasta lo consulté con Will Grant. "Todavía estás a tiempo de recuperarte y correr la carrera", me escribió.

Pero yo no compartía su optimismo y estaba decidido a dejar de entrenar hasta un mes para recuperarme completamente. Con el riesgo, claro, de perder el entusiasmo y volver atrás.

Por suerte, parece que esto del ejercicio te ayuda a sanar más rápido. De cuerpo y mente.

El jueves no corrí, aunque ya me sentía mucho mejor.

El viernes me tocaba descanso y el sábado me tocaba una sesión de solo media hora. "Es un buen tiempo para probar cómo va la recuperación", pensé.

Debía correr a tempo, es decir a un paso exigente pero sin dejar de respirar por la nariz. En el límite superior de la zona aeróbica, lo explicarían los que saben.

Y salí.

Al principio me molestaba. No me dolía, pero era como que el dedo pequeño no dejaba de recordarme que estaba lastimado.

Al final, terminé bien. Fue una buena carrera. Al llegar me quité los zapatos casi inmediatamente y anduve descalzo buena parte del día para no maltratar más a mis dedos, que poco a poco iban perdiendo su aspecto berenjenal.

El domingo era la prueba de fuego. Dos horas a ritmo constante. Salí. Sentí un poco de molestia, pero no solo completé las dos horas, sino que cubrí cuatro kilómetros más que el domingo anterior en el mismo tiempo. Mis dedos todavía me duelen un poquito, pero mi espíritu ya se siente muchísimo mejor.

¿Mi bebé? Media hora después del accidente, con una herida pequeñita en una fosa nasal y un hematoma casi invisible que le cruzaba el tabique, subió de nuevo a la silla de la que se cayó para seguir jugando.


lunes, 14 de septiembre de 2009

Vaselina

  • Peso: 89.5 (-12.1)
  • Días para la maratón: 39


En una entrega anterior les hablé de mi monitor de pulso, al que llamé mi "compañero".

Bueno, pues esta entrega la voy a dedicar a los beneficios que he encontrado en el petrolato puro, mejor conocido con el escurridizo nombre de vaselina.

Advierto que aunque no voy a hablar de ciertos usos que le dan al lubricante en otras páginas y en otros blogs, los detalles serán igualmente gráficos.

Digo por si hay personas sensibles leyendo este blog.

Cuando corremos ocurren, en distintos e insospechados lugares del cuerpo, roces de los que no nos percatamos en nuestra vida diaria.

A veces queda una pelusita de ropa en un pliegue de la piel o un pelo hace contacto en un sitio donde no debería estar o dos voluminosas masas de carne hacen demasiada fricción, o... bueno, suficientes detalles escabrosos, ¿no?

Bueno, la vaselina evita todos los males que pueden derivarse de esas inconveniencias.

Y ya que estamos en el tema, no sé si sabían que cuando uno corre, los pezones se rompen cual si fueran de madre lactante.

No sé por qué. Unos dicen que se llenan de sangre y se estiran tanto que la piel se rompe. Otros dicen que es producto del roce con la camiseta.

También. Vaselina. Antes y después.

Y para los pies, claro. Después de todo, los pobres hacen todo el trabajo y se merecen un entorno agradable, ¿no?

Hasta aquí mis loas a la vaselina. Quedan con mi compañero de la universidad y amigo personal Juan Ignacio Cortiñas con su inspiradora columna.










Espejito, espejito, ¿quién dejó de ser gordito?




Me recomendó José, para esta entrega de su blog, que dejase de hablar por un rato de grasas, carbohidratos y demás "tonterías" alimenticias para que me explayase, esta vez, en el "proceso interno" que viví para quitarme esos kilos de más que cayeron en mi cuerpo en el año 2000, cuando vivía en Nueva York. No tengo cifras exactas, pero sí sé que antes de vivir allá estaba por debajo de los 70 y en pocos meses llegué a pesar 85 kilos. Una pelusa, pues.
Podría decir -y quedarme de lo más ancho- que todo comenzó por la internalización de los futuros riesgos que correría mi salud. Y soltarles una retahíla de temas como la hipertensión, el colesterol, los paros cardiacos y demás delicias médicas. Pero sería asumir una postura de levitación que no va con mi carácter.

En pocas palabras: decidí parar el proceso de engorde porque me dolía verme en el espejo.
Y porque uno es también coqueto, qué le vamos a hacer.

Dicen que a los hombres el metabolismo les cambia a los 30 años. Doy fe. De ser un firifiri que aún le quedaban los pantalones talla 28, pasé a comprar blue jeans nuevos de talla 32, y me quedaban apretaditos. De llevar camisetas holgadas talla S, tuve comprar una docena de tallas M y L.

En fin, que cuando un día me vi en el espejo y comencé a acariciar la idea de llenar mi armario con batolas a lo Soledad Bravo, y que para verme la entrepierna tenía que inclinarme un poco hacia adelante, quedé espantado y decidí que era el momento de cambiar.

El problema era -y sigue siendo para muchos- la acción del verbo cambiar... ¿Cómo uno puede cambiar? ¿Es eso plausible? Me explico: acostumbrarse a la idea de que hay ciertas cosas que ya no podía seguir haciendo me ponía los pelos de punta, sobre todo cuando uno es un desocupado de la vida que gusta de estar tirado en un sofá leyendo, o pegado a un monitor, leyendo también. En todos los posts que ha publicado José ronda esa misma idea: porqué debo dejar de comerme un churrasco, con lo rico que es el churrasco. Si a nadie se le pasa por la cabeza modificar la forma como uno se ducha, porque uno se enjabona como se enjabona y ya está, más complicado aún es ponerse a pensar qué hábitos debe uno modificar en la vida diaria para sentirme menos acojonado a la hora de verse en un espejo.

La falta de conocimientos complica más las cosas. Recuerdo que mi primera "acción" fue desayunar más sano, y me metía en el supermercado de la calle 14 con la 8 avenida para leer los Nutrition Facts de todos los productos. Comencé a comprar yogures con 0% de grasa, pero llenecitos de azúcar. Me dejé enamorar por los empaques que decían "light", cuando una mayonesa light no es light ni que te lo garantice un notario. Comencé el gimnasio sin saber que los resultados tardan por lo menos tres meses en aparecer... y al mes y pico lo dejaba apesadumbrado. Acostumbrarse al atún y al pollo a la plancha y a la coca-cola light fue una lucha contra mis demonios internos. Aún no he podido vencer la tentación del chocolate con leche...

Pero todos esos contratiempos, todas esas pruebas que buscan minar tu voluntad eran derrotadas por el espejo. Me tomé una fotografía en el Coney Island, barriga al aire, y la pegué en la nevera para "verme" en todo mi esplendor. Era mi motivación para no llenar el frigorífico de tonterías. Dejé de comer en restaurantes para garantizar que la grasa la ponía yo, no un chef pringado en mantecas. Empecé a leer revistas deportivas para empaparme más de los temas. Aprendí que es mejor comer seis veces al día, que tres.

La internalización tardó dos años. Pero valió la pena. Sigo sin durar más de 8 meses seguidos en un gimnasio; de vez en cuando me dan antojos de pizza y de chicharrón, nada como unas papas fritas con ketchup, hay que decirlo...
Pero logré limitar la ingesta de calorías y ese "sufrimiento" inicial pasó a convertirse en la cotidianidad. Y si bien mi genética ayudó para conseguir el resto, creo haber logrado modificar mi metabolismo de tal manera que sólo volviendo a mis malas mañas anteriores podría volver a engordar de nuevo.

Y es gracias al espejo que no volveré a caer en ellas.

lunes, 7 de septiembre de 2009

La envidia de María Eugenia y dos historias más


  • Peso: 90.5 (-11.1)

  • Días para la maratón: 47





"Oh Dios esta adicción a los carbohidratos tienen un efecto secundario: ¡la envidia! Debo dejar de comerlos. T.Q.M. Maru, la bruja envidiosa".


El texto que encabeza esta entrega lo escribió María Eugenia, una amiga de mis tiempos de universidad.


Por aquellos años, cuando les iba a contar a mis amigos algo relacionado con ella, me refería a "la mujer más bonita del mundo" y todos sabían inmediatamente de quién les estaba hablando. Internet todavía no había llegado a nuestras vidas, por lo tanto, no podía sustentar mis palabras con imágenes.


De modo que mis amigos me creían y suspiraban imaginándose la belleza de María Eugenia y envidiando mi suerte por tener no solo de compañera de estudios sino también de amiga a esa hermosura de mujer.


No sé si le conté esto a María Eugenia alguna vez, pero ya era hora de que se enterase.


Hoy, gracias a las redes sociales, me doy cuenta de que a sus 30 y tantos María Eugenia puede -con sobradas razones- seguir llevando el título que yo le di.


Sin embargo, ella dice que me envidia.


Por un lado me halaga el piropo, sobre todo viniendo de la mujer más bonita del mundo. Por el otro, podría hacer una reflexión sobre la diferencia entre estar delgado y estar sano, pero de eso se encarga gente que sabe mucho más que yo del tema.


Finalmente, Maru, si crees que tienes que adelgazar (a pesar de que tu belleza permanece inalterada por los años), no tienes que dejar de comer ni carbohidratos, ni grasas, ni proteínas.


Al contrario, tienes que seguir comiendo de todo. Los carbohidratos, sobre todo, son los que te van a dar la fuerza de voluntad -que también dices que me envidias- para perder esos kilos que tú crees que te sobran. Insisto, a mi me parece que no te sobra nada, pero en fin.


Antes de conocer a María Eugenia, compartí unos años de secundaria con Amelia. Ella era mi amor secreto. Tan secreto que nunca le dije nada. No porque no quisiera, sino porque me quedaba mudo ante su presencia. Es decir, no podía hablar. Punto.


Todavía recuerdo la marca de perfume que utilizaba y hasta hoy, cuando siento ese aroma en alguna mujer, suspiro con nostalgia por aquellos años.


Como suele pasar en estos casos, ella empezó a salir con mi mejor amigo, así que lo que yo pudiera sentir quedó, además de silenciado, sepultado en nombre de la amistad.


También. Si no se enteró antes, se está enterando ahora.


Por una de estas carambolas a tres bandas que ocurren en Facebook, esta semana me conecté con ella después de casi 25 años de no vernos ni saber el uno del otro.


Y de pronto me acordé que Amelia siempre me decía: "si adelgazas un poquito vas a ser un bombón".


No sé si con un cuarto de siglo más a cuestas se cumplirá el pronóstico, pero ese recuerdo es un gran estímulo para seguir con este esfuerzo.


Como es un estímulo también el correo que me manda mi amigo Juan Cruz Sanz, joven figura del nuevo periodismo argentino.


"¡Voy abrir una sucursal! Me convertí, sin quererlo, en un eterno inscripto a las maratones que, por h o por b, nunca corro. Con algunos años menos y con un poco menos de kilos, asumí un desafío...!"


Bueno, se imaginan el resto. Juan va a correr una carrera de fondo y para lograrlo tiene que perder unos cuantos kilos.


Ánimo, Juan, y, por supuesto, cuenta conmigo para lo que quieras.


Ahí está. La envidia de María Eugenia y dos historias más.

Hasta la próxima.